sábado, 8 de septiembre de 2012

ROCNALÚ

 

     

Ilustración de Guillermo Pérez Rancel

Texto de Gloria T. Dauden

  Era un día estupendo para la pequeña Rocnalú. Hacía unos cuarenta grados a la sombra y soplaba un viento tempestuoso, de los que arrancan árboles y montañas. Se había puesto su abrigo favorito, verde con estampados de flores y rombos. Después se miró al espejo con una sonrisa triunfal. Los dos dientes de leche que le quedaban la saludaron al abrir la boca.  Debido al viento no era necesario peinarse. Se rió y lanzó el cepillo al estante de abajo. Se puso unas botas de lluvia rojas con mariposas amarillas, azules y  violetas y, dando saltos, salió de casa.
Ya estaba en el jardín, a punto de cruzar la verja roja que daba a la calle, cuando se topó con su abuelo. Nodimri llevaba doscientos años retirado, dedicado a la pesca y a los juegos de cartas. Había sido un dios de la guerra en sus tiempos mozos, aunque a Rocnalú le costaba imaginarlo poderoso, iracundo e imponente con las pintas que llevaba ahora. Vestía un mono muy ancho de color amarillo yema y hedía a gusanos machacados y cabezas de pescado.
—¿A dónde crees que vas? —le increpó el anciano.
—A jugar.
—¿Cuántas veces te he dicho que no puedes salir entre semana? Tienes que estudiar para poder ser una gran diosa de la guerra o, al menos, de las artes. No vayas a acabar como mi sobrina tercera, de simple musa de autores de cancioncillas para verbena.
—Me voy a jugar —insistió Rocnalú más terca que nunca.
—¡No vas! —la voz del abuelo sonó tan alta que los pájaros de todo el continente se quedaron sordos.
Rocnalú dio tal pisotón que removió el suelo marino, causó dos maremotos y un eclipse lunar.
—¡Claro que voy!
—¡No! ¡No vas! —el abuelo puso en marcha uno de sus polvorientos trucos de antaño. Se rodeó de una nube de cenizas que olían a azufre y de llamaradas entre las que se veían cabezas de tigres y dragones. Su boca desdentada se transformó en un hocico de lobo. Arqueó el cuello y aulló muy fuerte.
—Que no, abuelo. Que no me das miedo. Te lo he dicho mil veces.

Él rugió de nuevo, pero esta vez sonó a estornudo.
—Además —añadió  Rocnalú—. Tia Nomri no quiere que hagas estas tonterías. Te cansas y el azufre te sienta mal. Te dolerá la cabeza toda la tarde.
El viejo refunfuñó mientras desaparecían las cenizas y las llamas. Su hocico de lobo se mantuvo.
—¿Pensarás en lo que te he dicho sobre tu futuro?
—Claro —sonrió ella mostrando orgullosa sus dos dientes.
En cuanto el abuelo se dio la vuelta y comenzó a andar hacia casa, Rocnalú descruzó los dedos. 
Salió corriendo. Saltó sobre los árboles, como si fuesen briznas de hierba. Después se camufló entre montañas y se sentó. Miró los tejados del pueblucho más cercano con una sonrisa. Desde allí inspiraría a algún incauto aldeano repetitivas melodías, pensó mientras soñaba con hacerse mayor para ser la musa de las canciones del verano.